Gótica y anticlerical
Ateo que fue católico, apostólico y romano; ateo gracias a Dios, como don Luis Buñuel, a mí los tópicos protestantes sobre la corrupción del catolicismo pueden llegar a cargarme tanto como esa gravedad luterana que hace que aborrezca el cine de Bergman en su conjunto. Ahíta de estos prejuicios, El monje, la novela más celebrada del inglés Matthew G. Lewis, por momentos se antoja más anticlerical que gótica. Con todo, al volver ahora a las notas que tomé de mi lectura de ella en 2000 por las alusiones en el asiento anterior, he de reconocer que esta delicia satisfizo con creces el interés que despertó en mí desde que vi su edición de bolsillo en el escaparate de El Aventurero. Aquella librería de la calle Mayor tan entrañable como tantas otras que he visto cerrar a lo largo de mi experiencia como lector. Pero si cabe El Aventurero más porque mi madre me compró allí Tintín en el país de los soviets -¡ni más ni menos!-, uno de los últimos libros que me obsequió en uno de nuestros últimos paseos. Pero vayamos con esas páginas de Lewis que nos ocupan.
Ambrosio, el monje en cuestión, es prior de un convento de capuchinos de Madrid. Tenido como ejemplo de pureza, sus encendidos sermones causan la admiración de toda la ciudad.
Lorenzo y Cristóbal son dos jóvenes amigos que conocen a Antonia y a su carabina. El primero queda prendado de la bella joven y comienza a cortejarla. Al volver de su primer encuentro, Lorenzo descubre a su hermana Inés -una novicia de las clarisas en las que las resonancias de la doña Inés de don Juan, de Margarita la tornera y todas las monjas seducidas son evidentes, que ha acudido a escuchar uno de los discursos de fray Ambrosio- intercambiando un gesto comprometido con un desconocido. Emplazado por Lorenzo con la espada, éste resulta ser Raimundo, el marqués de la Cisternas.
Ya en la soledad de su celda, Ambrosio no es tan piadoso como aparenta en el púlpito, lo que se nos viene a demostrar mediante el retrato de la vanagloria de sus virtudes que llena el pensamiento del religioso.
Entre el resto de los monjes destaca por su entrega un joven que responde a un nombre un tanto sospechoso para un varón. Se hace llamar Rosario y se acerca al abad sibilino.
Cuando Ambrosio confiesa a Inés, ésta, sin darse cuenta, pierde un billete que no se le pasa desapercibido al prior. Tras descubrir que se trata de una nota galante, donde Raimundo la cita para la fuga del convento, el monje, desoyendo las súplicas de Inés, quien además está embarazada, acusa a la desdichada ante su cruel superiora. Ésta, en su desesperación, vaticina que el cruel monje acabará sucumbiendo a las pasiones impetuosas.
Otra vez en el convento, Rosario descubre al abad que es una mujer de noble familia llamada Matilde, que ha ingresado en la orden por el amor que él la inspira. No quiere que el sentimiento se materialice, sino que le basta con admirar la infinita piedad del abad de cerca. Ambrosio, escandalizado como si hubiese visto al mismísimo Maligno, anuncia a la muchacha que tendrá que abandonar la santa casa. Si es obligada a ello, asegura que optará por el suicidio. En efecto, Matilde intenta quitarse la vida. Impresionado por el arrojo de la joven, Ambrosio permite que, ocultando identidad y sexo, la muchacha permanezca en el convento.
Tan folletinesca como mandan los cánones del género, que probablemente obedecían a la venta por entregas semanales de las novelas de la época, en el siguiente capítulo (III), don Raimundo cuenta a Lorenzo su historia. Se abre así un flash-back...
Durante un viaje a Estrasburgo tuvo oportunidad de salvar a una baronesa alemana de unos crueles salteadores de caminos. El episodio concerniente a esta aventura, donde se incluyen los fragmentos de la posada cuyo dueño está en connivencia con los facinerosos en cuestión, es uno de los más logrados de todo el libro. Agradecido, el barón de Lindenberg, esposo de la dama, acoge a Raimundo en su castillo.
Se inicia el volumen segundo con los amores que don Raimundo hace brotar en la baronesa, quien también resulta ser española. El tópico sobre la belleza y la pasión de las compatriotas -sin duda más grato pero igualmente extendido en el mundo anglosajón- es otro de los pilares de Lewis. Pero para don Raimundo no más española que la suya. Su anfitriona no cuenta. Como ya sabemos, quien inspira al valiente es Inés, sobrina de la baronesa. Enterada esta última del sentimiento que une a los dos jóvenes, despechada por ello, decide poner cuantas trabas están en su mano a la incipiente y clandestina relación. Así las cosas, los amantes intentan aprovechar la leyenda de la monja sangrienta que gravita sobre el castillo para emprender la huida.
Según dicha conseja -que sería recogida en 1822 por Charles Nodier, el creador de la "literatura frenética", en Infernaliana, su antología sobre aparecidos-, el espectro de la monja fue una antepasada del marqués de las Cisternas. Beatriz, la religiosa aludida, renunció a la santidad por un amante, un antepasado del actual barón, al que posteriormente asesinó confabulada con el hermano del señor del castillo. Este último, a su vez, daría muerte a la depravada Beatriz en la cita en la que debía haberla hecho su esposa. Desde entonces, se sigue apareciendo todas las noches de un determinado día. Llegada la fecha en cuestión, la fatal pareja conviene que Inés se disfrazará de monja sangrienta. De esta manera, aprovechando el miedo que el espectro causa entre los lugareños, Raimundo podrá llevársela y convertirla en su esposa. Pero la desgracia, en otro de los mejores episodios del texto, hace que sea el espectro verdadero quien vaya al encuentro de marqués.
Descubierto su plan, Inés, que se cree defrauda por Raimundo, es devuelta a España y obligada a profesar -es decir, es devuelta al momento en que se nos presenta al comienzo de la novela-, en tanto que su amante se ve envuelto en una fantástica peripecia. Finalizada ésta, cuando Raimundo sabe del destino de su dueña, cerrado el flash back, lo que hay es que Lorenzo intenta sacar a su hermana del convento. La cruel priora se lo impide, desoyendo incluso la dispensa del Papa. La pérfida superiora asegura que Inés ha muerto.
Mientras tanto, en el convento de los capuchinos, en uno de sus transportes -bella palabra que me descubre el gran traductor de estas páginas, Francisco Torres Oliver, para aludir a los trances-, Ambrosio posee por primera vez a Matilde. Entre la contrición y la fascinación por el descubrimiento de los placeres de la carne, no tarda en convertirla en su amante.
No obstante, será la bella Antonia -a la que conoce al ir a dar un sacramento a su madre-, la que representa el verdadero deseo del monje. Pero la dulce Antonia suspira por Lorenzo desde que el joven la abordó al comienzo de la novela. Matilde, advirtiéndolo, se ofrece a ser amiga del pérfido Ambrosio y ayudarle a conseguir a la desdichada mediante unas prácticas diabólicas que lleva a cabo en la siniestra cripta del convento. Gracias a estos conjuros, Antonia cae en un sopor sobrenatural, del que Ambrosio se vale para poseerla. Descubierto en su repugnante lance por la madre de la muchacha, el religioso la dará muerte. Su crimen será tomado por un óbito natural.
Paralelamente, merced a las buenas artes de su fiel criado y de una monja aterrada ante la maldad de la superiora, Raimundo y Lorenzo tienen noticia de que Inés está encerrada en los subterráneos del convento. Convocado el Santo Oficio para detener a la superiora durante la celebración de una procesión, ésta es acusada en público de sus crímenes, provocando así un motín en el que, además de ser linchada la pérfida abadesa y algunas de sus peores secuaces, es arrasado el convento. Este fragmento me ha hecho recordar la revuelta de Melmoth... y pensar en la influencia que Lewis debió de ejercer en Maturin.
Liberada Inés de su cautiverio, se nos cuenta que la infeliz ha permanecido presa en el más lóbrego sótano. Sin más compañía que el cadáver del hijo que esperaba, las ratas y los insectos; sin más alimento que pan duro y agua; condenada a semejante suerte por la superiora para que pudiera reconcomerse en su pecado antes de morir.
Quien no podrá evitar la muerte será Antonia, tras descubrir que Ambrosio no es el ser piadoso que ella cree, sino el asesino de su madre y el hombre que la ha deshonrado, será llevada por éste a la siniestra cripta, cuyos subterráneos están comunicados con los del convento de las clarisas. Durante el episodio en que es liberada Inés, se descubre casualmente a Ambrosio acabando de dar muerte a Antonia. Después de que ella haya advertido su jugada, ha llevado a la muchacha a la cripta para tenerla allí encerrada de por vida.
El Santo Oficio se dispone a juzgar al monje y a Matilde cuando ésta le propone que venda su alma al Diablo para evitar las torturas del auto de fe. Tras las mismas dudas que le han venido agobiando durante toda la narración, el malvado religioso acepta.
Apoyándose en unas palabras de su súplica, el maligno no le concede la larga vida que esperaba. Muy por el contrario, tras llevarle a un lugar escarpado de Sierra Morena -el clásico tópico anglosajón sobre España-, el Diablo confiesa al abad que Antonia era su hermana -al principio se nos ha dicho que Ambrosio fue un huérfano criado por los frailes-; Matilde, un demonio y que, cuando él creyó que iban a buscarle para la tortura, lo que le decidió a vender su alma, lo que en verdad se le llevaba era el perdón de la Inquisición. No deja de ser curioso que, pese al puritanismo luterano que gravita en estas páginas, el Diablo, finalmente, sea presentado como una especie de justiciero. Pero a la postre, son sus mañas las que hacen que el vaticinio de Inés sea cierto
Sé que en los trece años transcurridos desde mi lectura, El monje ha sido lleva al cine. Lástima que aún no haya podido ver la película.
Publicado el 18 de enero de 2013 a las 23:45.